miércoles, 26 de febrero de 2014

La Herencia

Fallecido mi abuelo, toda la familia se juntó en una larga ceremonia que duró dos almuerzos, para repartir la generosa herencia. Todos se fueron con una sonrisa y un hermoso paquete, y yo, con una pequeña carta.

Llegué a mi casa, me encerré en mi habitación y con mucho cuidado, abrí con un cutter el sobre salivamente sellado y saqué un papelito doblado, amarillo, que al abrirse decía con letra horrible: "Detrás del patio, la gran X". Pensé en mostrarle la nota a mis padres, pero suponiendo que el hecho de que la carta fuera solo para mi significaba que yo sólo debía saber el enigma, opté por guardarme cada palabra.

Esa noche apenas pude dormir.

En la mañana, pedaleé hasta la vieja cada del abuelo. Entre bostezos, salté la reja de pesado metal negro y corrí al patio, atrás. Revisé con el lugar con los ojos. Nada. Luego, una puerta, al fondo, en el taller, un X enorme de madera la cruzaba. Corrí, entré.

Dentro del pequeño taller de madera, había algo extraño en el suelo, una baldosa floja. La levanté. No había más que tierra, pero por mi descuido, noté que la siguiente estaba despegada del suelo. La levanté. Un agujero en la tierra.

Empecé a agrandar el agujero con una pala, hasta que dí con algo pesado y pequeño. Rodeé la cosa con la pala, como liberándola, y la llevé afuera, donde el sol dejaba verme con más claridad.

Era una especie de cofre, pero no tenía llave. Así que lo abrí usando un cortafierro y el poder de un gran martillazo, y dentro, una caja roja un poco más pequeña que el contenedor anterior, cerrada con una cinta vieja, que decidí cortar.

Dentro, una pequeña lata ovalada que tomé entre mis manos. Era como de galletitas viejas, y a pesar de estar bastante despintada, aún se notaban una o dos mamushkas dibujadas. Agarré la tapa con la palma de mi mano, y haciendo un poco de fuerza pude zafarla y alejarla del resto del envase.

Dejóse entrever a la luz del sol un sobre normal, amarillento.

Lo agarré con ambas manos, parecía contener algo grande dentro, y rectangular.

Cuando me concentré en el sobre, decía muy grande con la misma letra horrible: "JAMÁS ABRIR ESTE SOBRE" pasando justo cerca del punto lacrado.

Obviamente lo guardé y enterré de nuevo. No soy ningún desobediente.

jueves, 13 de febrero de 2014

(D)escribir

Es cortarse la piel y arrancarla de la carne, de los músculos, y sin ella tirarse sobre un lienzo en blanco y comenzar a dar vueltas impregnando un rojo fuerte que se va oscureciendo con el tiempo, pero no se va.

Es abrirse la cabeza con un martillo, llenarla de caramelos, de limones, de serpientes y pegarla de nuevo así, rota y remendada para conectarla nuevamente. Es conectarse con el mundo del que nos desconectamos.

Es abrir una puerta sin salida, es romper los ladrillos y encontrar adoquines, es destruir los adoquines y encontrar madera, es hacer una puerta con esa madera.

Es tenerlo todo y perderlo en un segundo, sentirse liviano, tirar bolsas de arena. Prenderse fuego el pelo y tirarse al río, caer metros sin fin sin tocar el suelo. Flotar a la superficie sin descomprimirse. Es reventar sentado.

Es donar un órgano invisible a alguien que no lo estaba esperando, es compartir la sangre, los huesos, la carne, es abrigarse con la piel del otro.

Es quitarse los zapatos, golpearse los pies, amputarse las manos, sacarse los ojos, coserse las orejas.

Es tallar los propios huesos, crear formas, abrir colores, escuchar silencios.

Es compartir, es paz.

Es ser.

domingo, 9 de febrero de 2014

Siempre le tuvimos miedo a la oscuridad

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz, porque es obvio que siempre le tuviste miedo a la oscuridad. Todas las noches gastando las lámparas de la pieza. Nunca pudiste tolerar la falta de iluminación, la piel oscura, la sombra escondida. Necesitás la claridad máxima que las pupilas de tus ojos celestes puedan captar en su máxima apertura. Siempre leyendo esos libros de historia de letra pequeñísima, ¡Claro! Jamás pudiste entender como yo leía mis ensayos a media luz, o simplemente con la claridad de la luna,
cuando estaba en el patio, leyendo a oscuras entre las plantas.

Nunca pudiste aceptar tampoco que una lámpara o candelabro o velador tenga un espacio vacío donde falte un foco. Si tenía tres espacios, debían tener todos lámpara que funcione, sino no podías permanecer en la habitación. Yo, por el contrario, alimentaba las penumbras con una linterna chiquita que llevaba dos pilas de las pequeñas, y con eso me bastaba.

¿Y si fuera siempre de día?

Jamás podrías comprender cómo es el hecho de que la luz desaparezca, quizás a manos de demonios terribles que la atrapan cada noche, o tal vez sea que se va para que la extrañemos. Pero siempre le tuvimos miedo a la oscuridad, lo admito.

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz, y se van a oir esos pasos firmes sobre el parquét antes de que gires el picaporte. Y yo acá, con mis auriculares sonando en el piso, apoyado en la ventana cerrada herméticamente. Podría abrirla, dejar que entre un poco de aire. Afuera hay viento y creo que llueve. No sé si los golpes son granizo o las ramas del Paraíso que golpean contra las chapas.

Es como si estuviera ciego. Estar a oscuras es como estar ciego. La oscuridad total marea. Pero si hay oscuridad quiere decir que en algún lugar tiene que haber luz.

Y vos venís de ahí, del velador, de los candelabros, del sol. De todas esas cosas que no nos asustan, quizás porque las vemos muy bien. La oscuridad nos da miedo porque no la conocemos, no sabemos su forma. De todos modos, si tuviéramos una lámpara apagada en medio de la oscuridad no nos daría miedo, porque quizás nunca hubiéramos sabido que estaba ahí.

No sé ni qué hora es, ni cuánto tiempo pasó. Pero se que seguramente vayas a venir.

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz, y voy a escuchar el ruido de la puerta al abrirse, ese ruido finito y horrible que pide a gritos una gota de aceite. La oscuridad siempre me pone alerta, el miedo me pone alerta, perceptivo, puedo ser más sensible y más introspectivo, y quizás lo que más miedo me da es empezar a buscar adentro mío.

Y vos allá, tan superficial en tu mundo de luz, alrededor de miles de millones de cosas que sin embargo nunca pudiste ver. Hay tanta información que no podes concentrarte en ninguna en particular.

De todos modos no me importa ver.

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz y voy a dejar de tener miedo. Voy a sentir el abrazo cálido de un rayo y me va a calmar saber que estoy entero, que sigo acá, que las paredes todavía no se movieron y que el techo sigue siendo un techo. O tal vez me sorprenda porque los colores hayan cambiado, ¡No sé! Hace tanto tiempo que no veo nada...

Y sin embargo todavía no se qué me falta.

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz y vas a ver este desastre, el amontonamiento, el ruido, las rayas, el techo tirado en el suelo, los floreros volando, la cama de pie, los libros pegados en la pecera. No se si el gato seguirá estando, hace tiempo que no estornudo, debe haberse ido.

Se que vas a entrar porque vas a prender la luz, y vas a arruinarlo todo.

sábado, 1 de febrero de 2014

Las Ganas de Conversar

Somos seres sociales, que, valga la redundancia, vivimos en sociedad, eso no hay duda. Estamos constantemente rodeados de gente con la que intercambiamos contacto visual, algunos roces, e incluso algunas palabras en todo momento, ya sea en la calle, en un ascensor o cuando pedimos "un pancho con mostaza porque la mayonesa no me gusta, ah, y ponele papitas" al señor de bigotes de escasa higiene, que con un amor poco ortodoxo encaja la salchicha en medio del pan previamente cortado y procede a cumplir nuestros deseos de aderezos mientras impregna en pocos segundos todos los microbios que puedan saltar de su respiración a nuestra comida.

Nos cruzamos a diario con gente de todo tipo, pero eso no nos hace seres que se sientan contentos de formar parte del tumulto, de ser un grano de arena en medio de la playa. Muchas veces nos enerva y saca lo peor de nosotros. Cuando alguien por algún motivo nos trata mal, nos enojamos, pero cuando nos trata bien, ¡También nos enojamos!.
-¡Hola ! ¡Buen día! ¿Cómo está usted hoy? ¿Me podría dar un pancho por favor? ¡Muchas gracias!
- Sí, tomá.

"¡¿Este pelotudo quién se cree para venir a hacerse el peter pan buena onda acá?!" piensa el vendedor de panchos, que lo que menos quiere es tener un tipo de conversación con un cliente, a menos que sea una mujer exuberante (o no tanto, digamos que por lo menos una mujer con calzas), en donde la situación es totalmente inversa:

- Hola (señor horrible de bigotes antihigiénicos), deme un pancho por favor.
- Sí, ¡cómo no! ¿Sabía usted que los panchos eran alimento de los egipcios, esos que construyeron las pirámides? Es lindo conocer de dónde vienen las cosas que comemos...

Y así la chica, intimidada por las moscas, toma su pancho y se lo lleva a la vereda, tratando de salir lo antes posible para que no le miren el culo el panchero y los cinco obreros que comen sentados en las sillas altas que dan a la barra, llena de papitas.

También nosotros, seres cotidianos que no vendemos panchos, huimos de cualquier oferta de comunicación humana en plena calle. Así son los casos de señoras de avanzada edad (viejas) que en una parada de colectivo nos cuentan que hace cincuenta años esa calle era de tierra y sus hermanos jugaban a la pelota, o el taxista que busca iniciar conversación con un "Parece que se va a larga una..." donde nos pone contra la pared (porque él sabe que nosotros podemos ver las nubes negras sobre nosotros y es el tema de conversación universal) y debemos responder con un "sí, se va a largar con todo". De todos modos, esta gente conoce métodos infalibles para hacer un collage de temas que van desde "qué caro que está todo" hasta "viste la inseguridad que hay", pasando por "vos no te enfermaste? ¡están todos resfriados!".

Ni hablar de las personas molestas (su laburo es ser molestos) que te paran por la calle con alguna promoción de cursos. "¡SECUNDARIO ACELERADO! APROVECHA ESTA PROMO" mirá, tengo barba y estoy más cerca de los treinti que de los veinti. Si no terminé el secundario, más que una promo, gatillame un chumbo en la cabeza. (Chicos, estudien, es el futuro! :) ) O peor aún, LOS VENDEDORES DE PERFUMES, que saben todo tipo de halagos al paso que no ofenden, pero ayudan para que los miren por un segundo mientras te interrumpen el paso. "Che campeón, capo, genio, cómo andás, te puedo comentar una cosita?" y ahí listo, media hora de un monólogo interminable que no se acaba con un "tengo que laburar y estoy llegando tarde", porque aunque sea verdad, es lo que dicen todos, y francamente no les importa.

Y PEOR AÚN las mujeres, que deben tener (y alguna fémina lectora del abismo, que me corrija si me equivoco) varios intentos de conversación por parte de algún masculino de dudosa procedencia, que trata de exceder el clásico piropo al estilo "qué linda parrilla para apoyar mi chorizo" y van al plano de "disculpame, sabés cómo llegar a la calle Cabildo?" y a partir de eso, y a veces con mucha más habilidad que un taxista, sacan una conversación medianamente fluída en la que se les cae, como sin querer, una invitación a tomar algo o su número de celular.

Y así, con tanta interacción, con tanta sociedad que nos explota en la cara, es como nace la misantropía. Es como si de golpe te obligaran a comerte cien milanesas a la napolitana de prepo. Te pudrís.

De esta forma, (seguro a muchos les pasa lo mismo) me dan ganas de encerrarme en una cueva lejos de todos los colectivos, los ascensores, las viejas y los taxistas con ganas de conversar, pero claro, no me voy porque ahí no tendría WiFi, y todos sabemos que internet satelital es una mierda.

¡Feliz odio a todos!