martes, 22 de marzo de 2011

Algún día me casaré con ella

Y sin embargo, ahí estaba de nuevo, como cada día múltiplo de cinco de cada mes. La sonrisa en la cara como gesto imborrable de la perseverancia absurda que corría por mis entrañas. El cielo, esperando el momento justo para dar su mejor golpe y caerse a pedazos sobre mí. La niebla, acumulándose para avisar que la madrugada estaba cerca y que el amanecer venía, imposible de detener. Las calles vacías, silenciosas, guardando los secretos de la noche que pasó. Y ahí estaba yo, frente a su casa. Frente a esa puerta de madera horrible que un tiempo atrás me daba la bienvenida. ¿Tocaría el timbre y me enfrentaría de nuevo a ella, o dejaría pasar la oportunidad? La última oportunidad.

Se me venían recuerdos a la cabeza. La primera vez que te ví, corriendo furiosa a las palomas de la plaza. Cuando te caíste sobre ese charco de barro y no te importaba. Cuando tu pelo largo y arruinado por el sol te tapaba la cara mientras andabas loca en bicicleta. Cuando por fin te decidiste. Y cuando te dije lo que sentía. Cuando escupí lo que sentia. Cuando TE GRITÉ lo que sentía. Cuando todo se desmoronó.

Y ahí estaba yo, de nuevo, como Romeo frente al balcón de Julieta, aprovechándo su última oportunidad antes de tomar el veneno. Y las gotas empezaban a bajar. Abrí el paraguas, inmóvil, en el mismo lugar. mirando la puerta. ¡Qué absurdo! Tenía la mirilla tapada, la madera húmeda, casi podrida, el picaporte oxidado... no quería pensar en lo que vine a hacer.

Mientras escuchaba las primeras gotas resbalar por el paraguas, seguía recordando todas las veces que estuve parado en esta misma vereda, cada cinco días, desde hace ya un año y medio. Gracias a eso perdí mi trabajo. Total, sin él ya no tenía nada que perder. Y ahí estaba yo, cada día múltiplo de cinco en tu puerta. Tu puerta horrible, descascarada e inmóvil, como queriendo negarme la entrada con prejuicios. Esa maldita puerta, ¡Cómo la odiaba! y pensar que te dí toda mi plata, aunque no la querías.

Y ahí estaba yo, atado a mi grillete de recuerdos, tan sufridos que ni el Polaco hubiera podido con su voz, representar tanta agonía. Esperando que el cielo termine de caerse, como se cayó aquella vez esa maceta de tu balcón, un día múltiplo de cinco, que dejó mi cabeza casi aplastada. O ese otro día múltiplo de cinco que llamaste a la policía. O ese otro día, también múltiplo de cinco, cuando saliste a los gritos y yo sólo quería hablar.

Y ahí estaba yo. Y esa puerta inconsciente seguía sin moverse. ¡Claro! Yo aún no había hecho nada. La lluvia empezaba a mojarme las medias, yo, estupefacto, miraba la fachada de tu casa sin saber qué hacer. Ya estaba ahí, había caminado tres kilómetros, gastado mis últimos billetes en una cena que me dejó con hambre y ahí estaba yo otra vez. Sin nada que perder.

Sin pensarlo, grité tu nombre. Volví a gritarlo. Otra vez, y otra vez. Cada repetición mucho más fuerte que la que la precedía. Tu ventana estaba alta, pero aún así pude ver que la luz se prendía. Tu silueta, que puedo reconocer aún en las más complicadas circunstancias, se definía muy bien en el contraluz de las cortinas. Caminabas de un lado a otro. De repente, veo que se acerca a las cortinas con paso ligero. La tela empezó a tambalear se una forma violenta, y vi casi inmóvil, cómo salía de ella una plancha. Pude notar todo. Cómo la plancha, totalmente ausente de sentido y de moral, caía sobre mí. Sin poder reaccionar, me vi a merced del artefacto, que impactó sobre mi brazo izquierdo y luego se perdió en la calle y en la lluvia.

Ahi entendí que todo había sido en vano. Al menos esta noche. La plata perdida, el desempleo, las visitas al hospital, las quemaduras, las heridas, las fianzas, el desencuentro, tus manos marcadas en mi cara, tus padres y tu estúpida puerta.

"Algún día me casaré con ella", dije, mientras el cielo por fin se caía a pedazos.

Cerré el paraguas y me fuí caminando a casa.