Y ahí mismo, en medio de la vertiginosa improvisación de un saxofón que sonaba de fondo, reventaron los focos, y se arrimaron un poco las paredes, unas con otras.
"¿Fuiste vos?" me preguntó riéndose.
"¡Claro!" contesté, dejando el destornillador, aún humeante, en el suelo.
De repente la habitación, negra, se volvió un campo, se volvió infinita. Podíamos correr kilómetros en línea recta sin descansar, podíamos gritar, saltar, teletransportarnos unos metros más adelante, o unos kilómetros más atrás.
Y así, sumergidos en la intemperie de la oscuridad, pudimos romper el techo, disolver las paredes.
Las lámparas revivieron, nos estampamos contra el cielo y caímos al suelo, dejando grietas en todo el parqué.
Por suerte quedaba todavía, un rollo entero de cinta de papel, y varias horas antes de que salga el sol.