domingo, 23 de octubre de 2011

Volver

Nada es casualidad. Y aquella vez no fue la excepción.

Una tarde cortando el pasto de casa, que ya llegaba por las rodillas, encontré una langosta parada en una parte del jardín. Para evitar matarla, la asusté. El insecto se fue volando y se posó en la rama de un árbol cercano. Cuando pasé por ese lugar, la langosta, verde y grande, volvió a posarse exactamente en el mismo lugar de donde yo la había sacado. Me di vuelta y la miré, pero no le di mayor importancia. 

Terminé mis quehaceres de jardinería de ese día cuando el sol estaba por caer, y al prepararme para guardar todo y limpiar un poco, pasé por ese mismo lugar y la langosta seguía ahí, pero al prestarle un poco de atención, me di cuenta que estaba tratando de mover la tierra. Nunca había visto a una langosta tratando de hacer un pozo, así que mi curiosidad y yo nos acercamos a mirar de cerca. Esta vez la langosta no se asustó al verme, tal vez porque estaba concentrada en tu antinatural tarea de excavar un pequeño agujero en la tierra.

Fui a buscar una palita que tenía cerca, que había usado para acomodar el jardín, y ayudé a la langosta, que no se asustó, sino que se quedó inmóvil al lado de donde yo hacía un pequeño pozo de unos treinta centímetros de profundidad, hasta que la palita chocó contra algo. Metí las manos en el pozo en empecé a desenterrar una pequeña cajita verde oscuro, hecha de una especie de cartón forrado con tela de ese color, corroída en algunas partes, y con algunos detalles de un dorado ya gastado por la tierra, la humedad y el tiempo.

La abrí y la langosta inmediatamente saltó adentro de la caja. Con una ramita -me daba asco tocar un bicho tan verde y tan grande con mis manos- la aparté. Dentro de la caja había un colgante de oro, que consistía en una cadena dorada que sostenía un dije del mismo material con una pequeña gema en medio, y un dibujo, un retrato dibujado de una persona con corte en sus hombros, en un papel grueso, que se encontraba en muy buenas condiciones, a pesar de que la tinta se haya ido aclarando con el pasar del tiempo.

La langosta se posó sobre el colgante, como queriendo engancharlo en sus patas, en vano. Se enredaba en la fina cadena en torpes intentos de desenredarse. Yo miraba la escena sin moverme, hasta que de golpe, el insecto remontó vuelo y se perdió en el cielo, dejando el colgante dentro de la caja.

Tomé la joya en mis manos, y luego el dibujo. Di vuelta la hoja. Al girarla, la hoja tenía una inscripción manuscrita con una perfecta letra cursiva:

"22 de Diciembre de 1840: Esta joya perteneció a mi familia desde generaciones muy antigüas. Lamentablemente yo no he podido continuar con esta tradición puesto que una terrible enfermedad me ha impedido tener hijos y continuar así mi descendencia, pero no he de desistir. Prometo volver a por ella en algún momento, en alguna forma de la que pueda llevármela y continuar así su recorrido por mi propia descendencia, para seguir la tradición que mi familia ha mantenido por siglos, como he jurado hacer. N. W."

Sonreí, y con cierta delicadeza, volví a poner la foto y el colgante en la caja, la cerré y volví a enterrarla. 

Al girar para irme, la langosta estaba nuevamente sobre una rama a unos metros de allí. Cuando la miré, salió volando y volvió a perderse en el cielo.