El pasillo es tan angosto que ante algunos descuidos leves, su hombro se raspa con la pared. Línea recta interminable.
Atrás, gritos.
La mirada al frente con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, los oídos atentos a los ecos que retumbaban en el musgo del techo.
¿Detenerse? ¿Parar?
Los pies gastados, corroídos, la vista fija, la mente nublada. Los ladrillos que retroceden a su pasar. Los pies insistiendo una y otra vez contra el suelo, transpirando, temblando.
Siempre.