miércoles, 19 de noviembre de 2014

Extrañas Costumbres

Nunca fui un filántropo. Tampoco dediqué mucho tiempo de mi vida a serlo, ni a pensarlo, ni a averiguar qué significado tenía esa palabra.

Pero en todos mis viajes, en todos los ámbitos donde he cruzado tuve problemas con ciertos aspectos de los demás, con sus hábitos y actividades que más allá de la cultura, religión o modus vivendi en el que invertían su tiempo en la Tierra, me desesperaban y hacían temblar el ojo derecho, siempre a punto de reventar.

Uno de los casos que más grabados quedó en mi cerebro fue el de aquel niño en Ramburgo, que disfrutaba lamerse los codos al tiempo que comía helado de menta granizada, típica de la región. Era extraño ver al pequeño todo contorsionado, casi exprimiéndose mientras gotas verdes no sólo caían al piso, sino también en su cara, pegajosa y siempre sucia, y descendían por el cuello hasta debajo de su ropa.

Otro, fue el de aquel hombre grande de barba larga en un cine de Lumburia, a kilómetros de la ciudad de Tamberia, conocida por su enorme Catedral del Siglo VIII, que osaba mordisquear las uñas ajenas de quienes apoyaban sus brazos en las butacas.

El hombre de los relojes en Chitanía, que tenía carísimos Rolex no sólo en todos sus brazos, desde la muñeca hasta el antebrazo, sino también desde los tobillos hasta un poco antes de las rodillas. De hecho, me había contado que varios de esos relojes los había llevado a grandes expertos para que los redimensionasen al tamaño de aquellas zonas de su pierna para las que, por cuestiones lógicas, no está preparado un reloj. Además, cada uno estaba ajustado según distintas zonas horarias y todos, programados para sonar a las tres de la tarde de cada una de ellas.

Una mujer, en Auselgaria, también llamada la Ciudad de Cielo, disfrutaba estornudar cada vez que alguien pronunciaba la letra J. De tanto haberlo hecho a drede en sus años de niña traviesa, su cuerpo tomó la costumbre como natural y empezó a hacerlo involuntariamente ante el sonido de la J. Por suerte nunca fue amante de las Jirafas. Por otro lado y por suerte, la J es la tercer letra menos utilizada en el vocabulario de la región.

Horrible fue conocer a Nemer, un ferretero de la zona de Margatinas, pleno Caribe Septentrional, quien coleccionaba grillos muertos en un collar que llevaba siempre en su cuello. Después de tantos años, la gente ya no se veía sorprendida cuando, en medio de la fila del colectivo, sacaba uno para comérselo, tal vez aún moribundo.

Distinto fue el caso que conocí en la bella Dislunvría, tomada por la nieve de aquel invierno, donde un mercader sonriente pagaba a la gente para poder dormir sobre sus barbas. Lo increíble es que pagaba según el color de pelo, la longitud y la tupidez de la barba, y en dólares o libras esterlinas.

Me sacaría los ojos antes aquella chica de tan bella silueta que caminaba por las calles de Mar de Chinches que se metía al mar desnuda sólo para sacar arena de lo más profundo y comérsela. Hace tiempo que no se de ella.

Tengo en un cajón que ya no recuerdo las fotos de cada uno de estos personajes y por supuesto, muchos otros que fui conociendo en el camino, pero no puedo encontrarlas. Cada vez que lo pienso siento que el ojo me va a estallar, por eso ahora hace varios años que estoy en calma, tratando de no forzar los brazos, mordiendo las paredes lo más que puedo mientras recuerdo con detalle cada una de las plazas de las ciudades que jamás visité.