jueves, 27 de noviembre de 2014

Vida

Hoy estuve mirando al techo durante casi tres horas, recostado en el piso. Jugaba con el humo de un cigarrilo, es decir, de medio cigarrillo que había encontrado en la calle.

El ventilador de techo chillaba sin control y la ventana abierta en todas sus hojas traía bocanadas de viento mezcladas con los incisivos rayos del sol del mediodía.

Había una radio prendida en otra habitación, creo que se estaba quedando sin pilas, o la antena andaba muy mal, o simplemente el dial estaba en una posición incómoda y mezclaba dos estaciones de radio, con los handies de una remisería y con una licuadora que estaba usando la vecina.

El piso estaba lleno de vidrios. Se había roto una de las botellas de vino. Por suerte estaba casi vacía. Debe ser por eso que tenía cortes en todos los pies descalzos. En todos. No se si las manchas en la alfombra eran de vino o de sangre, pero tampoco me importaba averiguarlo. Aparte el gato ya había empezado a lamerlas y, sinceramente, no me quería acercar.

De hecho, no tenía ganas de moverme.

El estómago me susurraba las ganas de comer, y la cabeza me gritaba que no pensara tan fuerte, que dolía. Creo que lo del estómago no era hambre. 

Miré por la ventana, las hojas del geranio de la maceta que colgaba de la ventana se movían entre lenta y rápidamente, de acuerdo con el ritmo del viento.

Sonó el despertador. No me importó.

Me incorporé despacito y logré sentarme en el piso, corriendo un poco los vidrios, descubriendo entre ellos algunas monedas. La boca me picaba, la garganta raspaba.

El calendario me repetía inmóvil un millón de veces que hoy era miércoles.

Y así, mirándome al espejo, sonriente, caí hacia atrás sin que me importaran los vidrios y pensé, ¡Esto es vida!

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Extrañas Costumbres

Nunca fui un filántropo. Tampoco dediqué mucho tiempo de mi vida a serlo, ni a pensarlo, ni a averiguar qué significado tenía esa palabra.

Pero en todos mis viajes, en todos los ámbitos donde he cruzado tuve problemas con ciertos aspectos de los demás, con sus hábitos y actividades que más allá de la cultura, religión o modus vivendi en el que invertían su tiempo en la Tierra, me desesperaban y hacían temblar el ojo derecho, siempre a punto de reventar.

Uno de los casos que más grabados quedó en mi cerebro fue el de aquel niño en Ramburgo, que disfrutaba lamerse los codos al tiempo que comía helado de menta granizada, típica de la región. Era extraño ver al pequeño todo contorsionado, casi exprimiéndose mientras gotas verdes no sólo caían al piso, sino también en su cara, pegajosa y siempre sucia, y descendían por el cuello hasta debajo de su ropa.

Otro, fue el de aquel hombre grande de barba larga en un cine de Lumburia, a kilómetros de la ciudad de Tamberia, conocida por su enorme Catedral del Siglo VIII, que osaba mordisquear las uñas ajenas de quienes apoyaban sus brazos en las butacas.

El hombre de los relojes en Chitanía, que tenía carísimos Rolex no sólo en todos sus brazos, desde la muñeca hasta el antebrazo, sino también desde los tobillos hasta un poco antes de las rodillas. De hecho, me había contado que varios de esos relojes los había llevado a grandes expertos para que los redimensionasen al tamaño de aquellas zonas de su pierna para las que, por cuestiones lógicas, no está preparado un reloj. Además, cada uno estaba ajustado según distintas zonas horarias y todos, programados para sonar a las tres de la tarde de cada una de ellas.

Una mujer, en Auselgaria, también llamada la Ciudad de Cielo, disfrutaba estornudar cada vez que alguien pronunciaba la letra J. De tanto haberlo hecho a drede en sus años de niña traviesa, su cuerpo tomó la costumbre como natural y empezó a hacerlo involuntariamente ante el sonido de la J. Por suerte nunca fue amante de las Jirafas. Por otro lado y por suerte, la J es la tercer letra menos utilizada en el vocabulario de la región.

Horrible fue conocer a Nemer, un ferretero de la zona de Margatinas, pleno Caribe Septentrional, quien coleccionaba grillos muertos en un collar que llevaba siempre en su cuello. Después de tantos años, la gente ya no se veía sorprendida cuando, en medio de la fila del colectivo, sacaba uno para comérselo, tal vez aún moribundo.

Distinto fue el caso que conocí en la bella Dislunvría, tomada por la nieve de aquel invierno, donde un mercader sonriente pagaba a la gente para poder dormir sobre sus barbas. Lo increíble es que pagaba según el color de pelo, la longitud y la tupidez de la barba, y en dólares o libras esterlinas.

Me sacaría los ojos antes aquella chica de tan bella silueta que caminaba por las calles de Mar de Chinches que se metía al mar desnuda sólo para sacar arena de lo más profundo y comérsela. Hace tiempo que no se de ella.

Tengo en un cajón que ya no recuerdo las fotos de cada uno de estos personajes y por supuesto, muchos otros que fui conociendo en el camino, pero no puedo encontrarlas. Cada vez que lo pienso siento que el ojo me va a estallar, por eso ahora hace varios años que estoy en calma, tratando de no forzar los brazos, mordiendo las paredes lo más que puedo mientras recuerdo con detalle cada una de las plazas de las ciudades que jamás visité.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

(R)Escribir

Escribir para salirse de la piel, para revolver escombros hasta encontrar oro, que se vuelve cenizas, que se vuelve viento, que se vuelve diamantes.

Para romper diamantes, que rompen espejos, que rompen paredes, que rompen fronteras, que rompen cabezas.

Escribir para no explotar, para explotar.

Para enterrarse. Para volar. Para sentir al frío quebrar los huesos, quebrar los ojos.

Para desnudarse, para gritar.

Borrar. Borrar y volver. Volver más fuerte. Borrar de nuevo y volver. Y volver. Y volver. Y romper otra pared, otra frontera, otra cabeza. Tu cabeza. Otra cabeza.

Escribir para asfixiarse, para desinflarse, para llorar. Para saber cuánto aguantan los pulmones.

Reescribir y re-escribir. 

Porque nunca es suficiente.