jueves, 27 de noviembre de 2014

Vida

Hoy estuve mirando al techo durante casi tres horas, recostado en el piso. Jugaba con el humo de un cigarrilo, es decir, de medio cigarrillo que había encontrado en la calle.

El ventilador de techo chillaba sin control y la ventana abierta en todas sus hojas traía bocanadas de viento mezcladas con los incisivos rayos del sol del mediodía.

Había una radio prendida en otra habitación, creo que se estaba quedando sin pilas, o la antena andaba muy mal, o simplemente el dial estaba en una posición incómoda y mezclaba dos estaciones de radio, con los handies de una remisería y con una licuadora que estaba usando la vecina.

El piso estaba lleno de vidrios. Se había roto una de las botellas de vino. Por suerte estaba casi vacía. Debe ser por eso que tenía cortes en todos los pies descalzos. En todos. No se si las manchas en la alfombra eran de vino o de sangre, pero tampoco me importaba averiguarlo. Aparte el gato ya había empezado a lamerlas y, sinceramente, no me quería acercar.

De hecho, no tenía ganas de moverme.

El estómago me susurraba las ganas de comer, y la cabeza me gritaba que no pensara tan fuerte, que dolía. Creo que lo del estómago no era hambre. 

Miré por la ventana, las hojas del geranio de la maceta que colgaba de la ventana se movían entre lenta y rápidamente, de acuerdo con el ritmo del viento.

Sonó el despertador. No me importó.

Me incorporé despacito y logré sentarme en el piso, corriendo un poco los vidrios, descubriendo entre ellos algunas monedas. La boca me picaba, la garganta raspaba.

El calendario me repetía inmóvil un millón de veces que hoy era miércoles.

Y así, mirándome al espejo, sonriente, caí hacia atrás sin que me importaran los vidrios y pensé, ¡Esto es vida!

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