viernes, 15 de junio de 2012

El Mínimo


Iba sentado en el colectivo en el penúltimo asiento, ese que está justo adelante de la puerta. Mi favorito sin dudas, escuchando algunas canciones que no recuerdo en este momento. Un hombre de unos 70 años, con la boina en la mano y un saco azul marino que lo protegía del tortuoso frío de las ocho de la noche de un julio helado, sube y pide $1,10 al colectivero. El mínimo. Lo que alcanza para unas cuadras.

Al llegar a esas pocas cuadras, donde el boleto le permitía ir, se paró, toco el timbre, y cuando el colectivo se detuvo, bajó, e inmediatamente se apresuró a llegar a la puerta delantera de nuevo, para volver a subir, con su boina y su saco. Pidió nuevamente $1,10 y volvió a sentarse.

La escena se repitió una vez más. El viejo se paró al llegar a la cuadra límite que el boleto le permitía bajar, tocó timbre, descendió, y corrió como pudo hasta la puerta, para subirse nuevamente, pagar $1,10 y sentarse, como en un bucle casi surrealista.

Una vez más, y otra más, el viejo bajaba, luego subía, pagaba $1,10 y volvía a sentarse.

Al chofer no parecía moverle un pelo que el viejo suba y baje y vuelva a subir una y otra vez. En un momento hizo cara de "este viejo loco..." pero no dijo nada y se limitó, con una frialdad digna del invierno en el que estaba sumergido, a cobrarle el boleto que el viejo pedía.

En un momento, el colectivo pasó la cuadra límite y el viejo no bajó. Pasaron tres cuadras más. Nada. Otras dos. El chofer lo miraba por el retrovisor, incómodo. Hasta que respiró, tomo aire, y le dijo "señor, su boleto llegaba hasta Alvear... diez cuadras atrás". El viejo, con una calma casi budista y una calidez de sonrisas, se puso la boina, le agradeció, se disculpó, y bajó para no subirse más.

Lo vi de espaldas mientras caminaba despacito hacia la oscuridad que proponía la niebla, temblando un poco por el azote del frío.