miércoles, 5 de marzo de 2014

Chispas

Excéntricos ambos, eran víctimas de las modas más exóticas que alguien pueda llegar a descubrir, siempre pendientes de lo último en cada continente, siempre dos pasos adelante de cada temporada.

Él, incansable trabajador de manos gastadas, había hecho su fortuna vendiendo pan con la receta de su abuela, que una vez fallecida le dejó dentro de una botella junto con trescientos pesos que le ayudaron a comprar sus primeros paquetes de harina en el almacén del barrio, cuyos paquetes aún conserva en la vitrina centran del living, junto a un enorme ventanal que da a su campo de golf de pasto celeste, genéticamente alterado para él.

Vivió siempre cerca del barrio donde nació, siempre solo a partir de la muerte de su abuela. Su única preocupación fue que la masa levara correctamente, que no se humedezca la sal y que el horno se mantuviera a temperatura. Así, logró forjar un imperio que le dio la fortuna que actualmente posee.

Compra por internet cuanto objeto de colección único pueda encontrar: Desde sillones de formas inentendibles -algunos incluso con manuales que explican cómo sentarse en ellos- hasta utensilios de cocina con formas irregulares, capaces de extraer el ojo del comensal al pinchar un raviol.

Su ropa, siempre de las mejores telas, con colores llamativos y texturas estridentes, que lastimaban a la vista tan sólo con pestañear cerca.

Ella, en cambio, nació con la vida resuelta. Hija de un padre abogado, muy estructurado, que consintió siempre a su hija única.

Carente de madre, pero rodeada de sirvientes, vivió su infancia en una nube rosa de satisfacción, que duró hasta terminar sus estudios en medicina con un promedio de siete. Obviamente, jamás pensó en ejercer, pero hizo cuanto su padre le pidió sólo para poder mantener su status y nivel económico.

Las pocas horas de clase no se comparaban con las muchas de fiestas, sushi y viajes, tal vez en su avión privado o simplemente en el Rolls Royce que compró de capricho en una concesionaria alemana.

De gustos totalmente descabellados, solía comprar pinturas de artistas totalmente desconocidos que al parecer, no sabían lo que hacían, por precios incalculables, que luego amontonaba en un armario oscuro detrás del armario enorme donde guardaba los zapatos.

Una semana atrás, ambos buzones habían sido intervenido con el mismo sobre, del mismo color rosa, con la misma invitación, por lo que una semana después, a esa hora, en ese mismo salón, estaban ambos presentes.

Él, con un smoking de cortes desprolijos pero cuidados, color verde brillante, el pelo teñido con una tiza violeta, un carísimo perfume por el que pagó fortuna, que tenía esencias de flores ya extintas del amazonas, con fluidos de ciertos animales críados exclusivamente para licuarlos en esa mezcla, y unos pantalones largos y negros que tocaban con la punta de las mangas sus mocasines azul perlado.

Ella, con un vestido que encajaba perfectamente con su figura y se confundía con su piel, a pesar de ser celeste, con algunos andrajos de seda que chorreaban por el piso. El peinado altísimo y rubio, recogido de forma inusual pero llamativa, unos zapatos de taco aguja multicolores, anteojos transparentes, joyas a gusto y un exquisito perfume de diseñador que tenía un añejamiento de 400 años y sólo se habían creado seis frascos pequeños, los cuales contenían poderosos químicos concentrados de un aroma extraordinario,
y cuya receta fue quemada una vez concluídos los seis frascos, luego de matar a su creador, quien los hizo para una princesa rumana, que murió durante unas invasiones poco después de terminada la receta, y que nunca llegó a utilizar.

Sus ojos se cruzaron por el medio del salón, atravesando toda la pista de baile. Quizás los colores fueron los que se llamaron a sí mismos, y comenzaron a caminar mirándose fijamente, él con sus lentes de contacto rosa, ella con sus pestañas de diez centímetros.

Así avanzaron por el salón, sin mirar el sushi o el caviar que dejaban atrás en cada paso.

Él recogió de una bandeja sin torcer la vista, dos copas larguísimas y finas de Don Perignon, casi haciéndo tropezar al mozo, mientras ella sonreía irónicamente.

Su acercamiento tuvo lugar frente a una gran fuente de hielo decorada con frutas, la proximidad les erizaba la piel. Cinco metros, tres metros. Casi se tocaban, cuando sus aromas se mezclaron.

La esencia de flores extintas del Amazonas friccionó con los extraños e inentendibles químicos antiguos, generando chispas en el aire, que dieron lugar, una vez concretada la reacción, a una terrible explosión que disolvió entre aire, perfume y frutas de estación, no sólo a los dos excéntricos invitados, sino también el salón y los edificios en un radio de dos cuadras.