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No supe cuánto tiempo estuve allí. Quizás fueron dos horas,
quizás diez días. No sabía qué pasaba afuera. Hasta las voces de mi cabeza
hacían eco en la oscuridad de tan pequeña habitación. Un leve olor a humedad se
desprendía de las paredes. A veces, buscaba con mis manos para encontrar
huecos, texturas, tocaba la puerta, jugaba con las betas de la madera que podía
sentir. Trataba de imaginar cosas para que el tiempo pase, y esperaba que la
puerta se abra lo antes posible.
A veces, de tanto pensar me quedaba dormido y me despertaba
sin tener noción incluso de mi posición. Por momentos, dudaba si estaba de
espaldas, de cabeza, de frente o de costado. Sólo me orientaba porque sabía que
la puerta estaba en lo que yo imaginaba como el frente. Mi único pasatiempo,
aparte de pensar cada vez más en mi objetivo de escapar de ese lugar, era
contar. Contaba para no perder la cordura. A veces en voz alta, a veces
susurrando y a veces, cuando no tenía muchas energías, mentalmente, pero
siempre me perdía y debía empezar de cero.
Mis ojos se cerraban despacio por el cansancio, cuando oí un
golpe en la puerta, como si alguien, del otro lado, posara firmemente su mano
en el picaporte. Ruido de metal chocando entre sí, y el sonido de una llave
acertando en su hendidura, para luego dar dos giros. La puerta permaneció
inmóvil por unos segundos, hasta que se abrió apenas un poco. Me quedé
esperando a que algo más suceda, pero nada cambió. Sorprendido, seguí la
pequeña cortina de luz que se filtraba por la puerta entornada, y la abrí. La
luz del sol me resultó insoportable, así que retrocedí, y fui adaptándome de a poco
al brillo, recuperando de a poco mi visión. Al hacerlo, descubrí vidrios en el piso,
una de las ventanas que daba al patio estaba rota. Seguí por el pasillo
lentamente, no había nadie. Un florero caído de su estante desparramaba tierra
por el piso encerado del corredor. Una de las paredes se veía repleta de
dibujos de crayón, mientras que en el piso, algunos envoltorios de alfajores se
mecían con la brisa que corría.
Caminé midiendo cada paso por el largo pasillo, hasta dar
con la puerta de salida. Miré a ambos lados y traté de abrirla. Cerrada, como
siempre lo estuvo. Miré nuevamente para saber si alguien podía oírme, y empecé
a forcejear la puerta. Parecía imposible. Y lo fue. Desistí y volví por el
pasillo, sobre mis pasos, para dar con el otro pasillo, que conectaba con la
cocina. La luz que entraba por esa puerta era más brillante, porque el ventanal
capturaba todo el sol, así que desde lejos podía verla. Me acerqué, y escuché
voces. Al asomarme, pude ver a todos los niños del orfanato sentados sobre sus
rodillas, cabizbajos. Era extraño que todos estén ahí. A su lado, dos de los cuidadores los
vigilaban, inmóviles.
Por la puerta del otro lado de la cocina, entró otro
cuidador que llevaba a Sergio del brazo.
-Acá está -dijo el cuidador a los otros dos.
-Al fin, el creador de todo esto. -gritó otro en voz alta
para que todos lo oigan.
-¿Así que vos fuiste el que empezó todo? - Dijo uno de los
cuidadores, acercándose a Sergio.
- ¡Yo no fui! - dijo Sergio mientras se movía tratando de
despegarse de la mano que lo retenía.
En ese instante, una llave cayó del bolsillo de Sergio al
piso. Un cuidador la levantó y se la mostró a los demás.
-¡La llave del cuarto ciego! - dijo uno, y comenzó a caminar
hacia la puerta desde donde yo miraba todo.
Me hice para atrás rápidamente y empecé a gatear para evitar
que me vean. En seguida una mano vino de mis espaldas y se posó sobre mi
hombro. Al darme vuelta, era otro de los cuidadores, que me agarró
violentamente del brazo y me llevó a la cocina.
-¡Traje al otro! - gritó. Los otros asintieron.
Me empujaron al lado de Sergio, nos miramos y sonreímos, y
quedamos de frente a los demás chicos. Algunos tenían cara de preocupación,
otros, de miedo. Todos buscaban ojos cómplices en los demás, algunos se rechazaban,
otros se encontraban. Se olía una confusión. Empecé a marearme, sintiendo un
fuego en mi interior. Recordaba todo, desde mis primeras imágenes en el orfanato
cuando era apenas un niño de 4 años, hasta las últimas, donde me encerraron en
un cuarto totalmente a oscuras. Todo parecía tan bueno, tan real. Así que di un
salto sobre una de las mesas, y frente a todos, empecé a gritar.
-¿No ven que somos muchos? ¡Podemos irnos ahora mismo si
queremos!
Todos, incluyendo los cuidadores, abrieron los ojos sorprendidos.
Y continué.
-Siempre vivimos felices, nunca nos faltó nada, pero vivimos
encerrados. ¿Cómo somos libres entonces? ¡Vamos a salir de acá!
Todos los chicos se levantaron y empezaron a correr por la
sala, mientras los cuidadores los perseguían, tratando de agarrar a alguno de
un manotazo al aire. Dos se abalanzaron sobre mí, pero pude esquivarlos y
correr fuera de la cocina. Me siguieron por el pasillo a toda velocidad, yo iba
tirando cosas al pasar para tratar de detenerlos, pero era inútil, sabía que no
había lugar donde correr, que todo estaba cerrado y no podría ir a ningún lado.
Llegamos al final del pasillo, justo frente a la puerta de salida. Empecé a
tironear del picaporte, pero fue en vano, mientras veía de reojo a los
cuidadores acercándose furiosos. Seguí forcejeando sin éxito, hasta que los
cuidadores estaban cerca. Uno, se dirigió a mí:
-No sé por qué tanta manía con irte, ¡si acá les damos todo!
-Todo no. No me dieron la posibilidad de elegir.
Uno de los cuidadores se abalanzó sobre mí, pero pude
escabullirme por entre sus piernas, y corrí de nuevo por el pasillo, en
dirección opuesta. No me quedó más remedio que volver a entrar a la cocina,
puesto que más adelante estaban los demás cuidadores persiguiendo a los otros
chicos. Fui directamente hacia la puerta opuesta por la que había entrado, pero
también estaba cerrada. Dos cuidadores entraron y cerraron a su espalda la
puerta con llave. Uno tenía una bolsa de arpillera y el otro una soga. Trataron
de reducirme, y de ponerme la bolsa en la cabeza, pero pude saltar por entre
ellos con mis últimas fuerzas. Estaba agotado. Toda la debilidad acumulada en
la oscuridad, más las recientes corridas me habían dejado unos cuantos raspones
que ya empezaban a arder, la frente transpirada y las rodillas temblando. Eso, sin contar los nervios y el dolor en la
cabeza y en la boca del estómago. Quedé de frente al ventanal, de espaldas a la
mesa, y de costado a los cuidadores que venían hacia mi. De un pequeño empujón,
me subí a la mesa, era mi oportunidad, la última chance de salir. Tomé carrera
tirando unos platos al piso y avancé. Al llegar
al borde de la mesa, salté con las fuerzas que me quedaban.
Pude sentir el aire rozando mis orejas, enfriando un poco
más el sudor en mi cara, refrescando los raspones, y el impacto contra el
vidrio. El gran ventanal voló en mil pedazos. Sentía cómo los vidrios rozaban
mi piel, algunos superficialmente, otros se enhebraban y enterraban en mis
músculos, mientras otros simplemente caían. Y también lo hice yo. Caí al piso,
pero no al piso de la cocina. Era el pasto del jardín, aquel que siempre me
habían prohibido pisar. Al que nunca me dejaron ir. Ahí estaba, tumbado en él,
mezclándolo con mi sangre. Apoyé la cabeza de costado en la tierra. No tenía
más fuerzas. La luz era intensa. Sentí primero un dolor muy fuerte en todo el
cuerpo, miles de agujas picándome los brazos, las piernas. Las articulaciones
dolían, la cabeza pesaba diez veces más. De a poco, en un degradé, todos los dolores
se juntaron y se transformaron en calor. Sentía mi cuerpo volverse tibio,
mientras mis ojos seguían mirando a la calle. Mis ojos, entre encandilados y cansados,
comenzaron a ver cómo un auto se detenía en la vereda. La visión se fue
haciendo un poco más borrosa, ya no distinguía formas concretas. El sonido se
volvía grave y confuso. Mientras se cerraban lentamente, mis ojos pudieron
distinguir dos siluetas que se bajaban del auto y se dirigían a la puerta del
orfanato, parecían no haberme visto. Y finalmente, la oscuridad de nuevo.
Me quedé con esa última sensación tibia, con el dolor
intenso que se transforma en calor, y con una sonrisa de haber por fin logrado
traspasar los muros de aquel lugar que se suponía debía darme todo, pero no
pudo con lo más simple.
Y así, otra vez en la oscuridad, me sentía victorioso.
Había llegado a mi lugar feliz.