sábado, 17 de septiembre de 2011

El Último Tucán

Aparecí de repente de una celda oscura y pequeña. Frente a mí había un tucán parado sobre una estaca de madera clavada en la pared. El animal me miraba fijamente. Cuando lo ví a los ojos recordé todo. Era el último tucán del mundo, y en un flash confuso recordé que dentro suyo estaba la llave para salir de la celda.

Entonces tenía ahí, frente a mis ojos, el dilema. Matar al último especímen de una especie, o sobrevivir yo, un ser humano de los tantísimos que hay en el planeta. Privar al mundo de algo único o salvar mi vida, única, pero intrascendente para la vida en general. Nadie va a decir "ahí va él!" cuando me vean, sin embargo, al ver al último tucán volando sobre sus cabezas, va a ser imposible que no lo señalen, que no quieran cuidarlo y que traten de conseguir la forma de salvar su especie para que no se extinga.

Yo era uno más. Él, único. Me miraba con indiferencia, sin poder adivinar lo que yo estaba pensando. No tenía miedo, pero me miraba, casi inmóvil. Una leve brisa hacía mover frenéticamente sus plumas negras. Cada tanto, rotaba levemente la cabeza en un movimiento fugaz.

Me senté a pensar. Morir de hambre iba a ser doloroso y agónico. Aunque seguramente primero moriría de sed, de todas formas, eso no me reconfortaba ni un poco. Antes de morir deshidratado, seguramente, me volvería loco y trataría de reventar mi cabeza contra la pared. Revisé todo el lugar una y otra vez, pero no había forma posible de salir. Tenía que elegir. Tenía que ser Dios por unos segundos y elegir entre mi suicidio lento o la muerte rápida del último tucán.

Después de mucho pensar, el sentido común se apoderó de mi. Si yo moría en esa celda, el tucán también iba a hacerlo, puesto que no había salida. Entonces me decidí. Respiré profundo, pedí perdón al pájaro que atentamente me miraba. Y me acerqué. Cuando mis manos estaban a punto de atrapar su cuello, tropecé y caí al suelo.

En ese instante me desperté, era solo un sueño. Pero aún estaba en un lugar poco familiar. Tenía un ligero dolor de cabeza, de esos que aparecen cuando uno no descansa bien y se levanta de golpe. Me incorporé. Era una especie de cabaña de madera, con las ventanas y puertas cerradas, pero bastante luminosa a pesar de todo. La luz del sol se filtraba por las pequeñas separaciones de las maderas y las imperfecciones de las ventanas. Y ahí estaba de nuevo, un tucán parado en una vara de madera. Sentí la misma sensación que en el sueño. Otra vez me sentí Dios. Esa sensación que me estremecía, que hacía que tome la decisión de morir o matar, de morir yo, uno entre millones, o matarlo a él, uno en un millón.

Esta vez la decisión tardó menos de lo esperado, y tomando el sueño como referencia, me decidí a matarlo, casi al borde del pánico. Me acerqué rápida y violentamente hacia el tucán, que me miraba fijo e inmóvil, sin miedo ni mueca alguna. Cuando por fin lo tenía frente a frente, y en un grito desesperado, acerqué mis manos hacia él en un ataque de furia, ya totalmente fuera de mí. Había decidido matar al último tucán. Me había puesto en los hombros esa responsabilidad. Imaginaba en pequeñas imágenes lo que sería mi vida después, la tortura y el cargo de conciencia que sufriría por matar al último animal de una especie, un especímen único que a partir de ahora aparecería en los libros de historia. Que nadie más conocerá. Pero poco me importaba, mis manos estaban por rozar al tucán.

De golpe, todas las ventanas se abrieron haciendo un ruido ensordecedor de golpes y chirridos de bisagras sin aceitar, dejando pasar en un sólo rayo gigante al sol entero dentro de la cabaña. Cegado por el contraste, cerré los ojos por un segundo y comencé a recuperar la visión de a poco. Mientras todo se me hacía menos borroso, empecé a distinguir siluetas en los marcos de las ventanas. Cuando recuperé la vista por completo, proceso que habrá tardado tres segundos eternos, me vi rodeado de tucanes. Giré mi cabeza trescientos sesenta grados y había por todos lados. En los marcos de las ventanas, en salientes del techo, en el piso. Habría unos doscientos tucanes, inmóviles, mirándome tal como lo hacía el primero, el que yo creí único, último. De repente era sólo uno más de entre miles.

Ahí mismo, me di cuenta de todo.

Yo no estaba decidiendo el destino de su especie. Ellos estaban decidiendo el destino de la mía.