sábado, 25 de febrero de 2012

La Burbuja

Era ya de noche, y mi jornada del día había terminado. Me encontré en la parada de colectivo, con gente mirando hacia adelante con la esperanza estúpida que el gigante se acercara dispuesto a devorarnos a todos, para luego escupirnos cerca de nuestras casas. Todos con caras grises, todos con caras cansadas. Me negué a seguir así, mirando a la nada y empecé a recorrer con mis ojos el resto de la tristeza que me rodeaba, total, si llegaba el colectivo el primero de la fila lo iba a parar por mí.

Las luces del alumbrado público centelleaban sus últimos watts de vida, mientras que en cada intento por quedarse encendidas, se podían ver las siluetas sin color de los edificios de la cuadra de en frente. Arriba, el cielo y unas tantas estrellas. Algunos restos de edificaciones lindantes, se colaban en los bordes de mis ojos y pensé que sería bueno que el cielo acapare mi vista, así que con la cabeza hacia arriba, empecé a buscar una posición en la que no viera ningún edificio. El cielo era mío, y aunque no tan poblado, seguramente las estrellas que estaba viendo en ese momento se verían desde algún campo, con montañas y un río que las atravesaba. El viento ya no era el de ciudad, era más fresco, más dulce.

Sin embargo, aún sonaban fuera de campo las bocinas, las toses, los gritos, las frenadas, las persianas, las puertas, músicas distintas que se mezclaban entre todo ese tumulto y se trenzaban para formar melodías grotescas, incomprensibles, con un corso de murmullos incesante que me ataba al suelo. Conecté mis auriculares y los puse a todo volumen. Sí, era música, pero era una. Mí música, la que yo quería, la que yo había elegido.

De golpe, empecé a despegarme -al fin- del suelo. Levité mirando el cielo y me olvidé del día, de los trabajos, de las tareas, de las rutinas, me evaporé hacia un mundo casi ideal, donde no me preocupaba. No tenía imágenes de ese mundo, sólo lo sentía en el viento, escuchando la música que me llevaba por distintos ambientes, traía y se llevaba climas que ondulaban en esa espesura que ahora era el aire. Mis ojos, tocando el cielo casi sin pestañar, lo veían más cerca que nunca.

Hasta que un golpe me hizo caer de nuevo, anclado a la calle donde las luces ya desganadas iban y venían. Era la fila que estaba avanzando para entrar al colectivo, que como un alfiler envenenado, pinchó la burbuja e hizo que empiece a caminar, con las monedas en la mano, tal como los demás, que ahora ansiosos por subir, iban en un lento deambular hacia las puertas que los llevarían a sus casas.

El fin de semana había comenzado.