domingo, 5 de enero de 2014

Acá no hay un precipicio

En un pueblo tranquilo bastante lejos de cualquier ciudad de calles atolondradas y gente a las corridas, una noche, algún bromista, quizás un adolescente para impresionar a sus amigos, quizás alguien lleno de maldad o simplemente una persona aburrida, clavó un cartel justo antes del puente caído, que durante los primeros años de fundación del pueblo conectaba el lado norte y sur del mismo, hasta que por un fuerte vendaval, varios años más tarde, cayó y fue reemplazado por un puente más moderno, de hierro largos bulones rojos que, inmóviles, daban más seguridad que aquel pequeño y rústico puente de madera agusanada.

La cosa es que, durante la mencionada mañana y para sorpresa de todos, apareció el cartel justo un metro antes del peligroso risco que antes era sobrevolado por maderas que decía "acá no hay un precipicio".

La gente comenzó a divagar y a susurrar cada vez más fuerte, y cada uno exponía su argumento de forma más violenta y enérgica que el anterior. "¡Pero claramente vemos que hay un precipicio!" decía una mujer agitando su brazo. "¿Entonces el cartel está mintiendo?" decía otro en respuesta, dudando con su mano en el mentón. El pueblo entero se juntó donde el cartel para poder disolver el enigma.

"Lo único claro acá es que el cartel es de verdad" dijo el carpintero tocando la madera, asegurando con su experiencia. Un viejo hombre para demostrar que el cartel no tenía razón, en medio de una cálida discusión con otro vecino, saltó por el acantilado para demostrar su punto. Cayó violentamente hasta que reventó contra las rocas del fondo, unos treinta metros más abajo.

Todos se miraron. Hubo un silencio de algunos segundos. Un hombre grande lo rompió "pero el cartel dice que no hay un precipicio...", gritos, discusión, todo de nuevo.

Entonces, se organizaron y dividieron armando dos grupos: Quienes creían al cartel, y quienes no creían al cartel. Cada uno, organizadamente, fue exponiendo sus argumentos a la escucha de los demás, algunos asintiendo y otros negando y maldiciendo.

En medio de todo el alboroto, una niña pequeña se acercó al cartel y lo leyó dificultosamente con su aguda voz: "Acá no hay un precipicio", y comentó a repetir la frase mientras caminaba hacia adelante. "Acá no hay un precipicio, acá no hay un precipicio, Acá no hay un precipicio". De golpe, todos dejaron de discutir y se fueron dando vuelta de a poco para ver a la niña, que caminaba sobre el aire mientras repetía "Acá no hay un precipicio".

La infante, con sus diminutos brazos extendidos hacia los lados repetía "Acá no hay un precipicio" mientras caminaba simpáticamente por el aire.

Una señora, aterrada, rompió el silencio con un grito de advertencia para la niña, que miró hacia atrás. Luego, miró hacia abajo y se quedó helada. Un segundo después, la fueza de gravedad la abdujo, y la pequeña cayó hasta el fondo, decorando algunas piedras con partes de tu cuerpo, desparramadas por ahí.

Al día siguiente, llamaron miles de camiones con escombros y tierra y rellenaron todo el hueco.

Curiosamente, al despertar, los ciudadanos de ese pequeño pueblo despertaron y advirtieron otro cartel en el mismo lugar del anterior, que decía "Acá no hubo un precipicio".

Por las dudas, nadie caminó jamás sobre la recién colocada tierra de relleno.