domingo, 3 de julio de 2011

La Disolución de la Tristeza

Estaba volviendo de colegiales en el 93, después de uno de esos sábados inciertos, sentado en un asiento individual, concentrándome en cosas banales y carentes de interés, totalmente emponchado por el frío y con la guitarra a cuestas. El 93 tiene algunas particularidades, de las que voy a nombrar sólo dos en este momento: La primera, es su capacidad de tardar más de media hora entre colectivo y colectivo, que hace que el frío se sienta más en estas épocas invernales que azotan la Ciudad; y la otra, es su paso por la estación de Chacarita, y fue ahí donde empezó todo esto.

Como mencioné antes, yo iba abrigado y sentado en un asiento individual, pensando en la nada misma, cuando en la estación de Chacarita subió ella. Abrigada con una campera marrón, y un gorrito de lana blanco con dibujos azules. Inmediatamente algo en ella me llamó la atención, y empecé a mirarla. Tenía unos 30 y pico, y algo inexplicable hacía que la mire. Disimuladamente, clavé mi vista en ella, a veces directamente cuando sabía que no estaba viendo, a veces de reojo, a veces por el reflejo que daba la ventana.

Descubrí entonces que hacía pequeñas muecas con la boca, como apretando los labios, moviéndolos inquietamente, nerviosa. Entonces, un rayo de empatía me atravesó, y pude sentir algo. Observando más detalladamente, me di cuenta que los movimientos que hacía con la cara arrugando el mentón, eran como aguantando un llanto inminente, entonces, para mis adentros, empecé a teorizar sobre el asunto, y llegué a la conclusión de que seguro venía del cementerio, que no está lejos de donde se había subido. Con la certeza de esto, se me ocurrieron dos variantes: la primera, es que había ido a ver a alguien que había fallecido hace poco y que era joven, probablemente un familiar de segundo grado, como un primo, un tío. La otra hipótesis, decía que justo ese día se cumplía el aniversario de la muerte de un familiar de primer grado, como un hermano, o alguno de sus padres, o alguien a quien ella quería realmente mucho. Me quedé entonces con la primera, y en mi cabeza siguieron los divagues, mientras la miraba atentamente.

Cada tanto, ella respiraba hacia adentro, y su nariz sonaba angustiada, sus ojos de a poco se humedecieron, haciéndose más brillantes, y se notaba que cada vez le costaba más retener el llanto. Nadie más en el colectivo parecía notarlo.

En una parada logró conseguir asiento, justo adelante del mío, por lo que no pude ver más su cara, pero si oía su respiración algo agitada, la angustia de su nariz, y veía como movía su cabeza levemente haciendo una especie de "no, esto no puede ser" que yo decodificaba de forma inequívoca. Seguí entonces pensando en ella, en lo que estaba pasando, a medida que el aire de Palermo iba entrando en el colectivo y yo me acercaba a mi destino.

Avenida Santa Fé. Me paré para poder llegar a la puerta cómodamente, sin tener que apurarme por empujar a toda la gente que inundaba el 93. Cuando me paré, lo primero que hice fue mirarla. Y entendí todo. Ella estaba viendo por la ventana, sin mirar por la ventana, concentrándose en el polvo del vidrio que se dejaba ver por el contraluz del sol de las cinco de la tarde, y en algunas imperfecciones y manchas. La excusa perfecta para pensar, y pensar, y pensar. Yo la estaba mirando fijamente, mientras el colectivo se acercaba a Juan B. Justo. Toqué el timbre. El colectivo iba bajando su marcha, y empecé a sentir el viento frío de la puerta que se abrío de golpe. Una última mirada, se dió vuelta, con los ojos totalmente llenos de lágrimas que no caían. Se dio cuenta que la estaba mirando, porque me agarró desprevenido, así que levemente sonreí, con una de esas sonrisas que sutilmente dicen "todo va a pasar... tranquila", por más que una muerte nunca pase, hablamos del mal momento, de la angustia y de la impotencia de ese instante en que no sabemos cómo reaccionar. Ella me entendió, y apretando los labios y casi dejando caer una de sus lágrimas, que por suerte se quedó pegada al ojo (una vez que una lágrima cae, todas las demás lo hacen casi por inercia) dejó sin querer, salir una leve, muy leve sonrisa que decía "voy a estar bien, gracias", en lo que me pareció un segundo eterno. Justo antes de que termine ese segundo, otro rayo de empatía me atravesó, y me sentí algo angustiado. Supe entonces, que ella me había traspasado un poco de su tristeza, muy poca, pero que le había servido para sentirse mejor. En un golpe de reacción, me di vuelta y bajé del colectivo, pensando muchísimo.

Es así como la tristeza se disuelve con este entendimiento casi inexplicable. Uno la va pasando a distintas personas casi de imprevisto y sin querer, pero es que inconscientemente uno traspasa un poquito de su propia tristeza a los demás, diluyéndola así entre tal vez decenas de personas que logran conectarse con uno, para las que ese poquito sería casi inofensivo. Pero la tristeza no es inofensiva, ni en la unidad de medición más ínfima.

Cuando me vi abajo del colectivo, sabía lo que había pasado, y totalmente pensativo me subí al 166, que me acercaría aún más a mi casa. Fue un viaje de una hora totalmente reflexivo, de esos en los que uno ve por la ventana, sin mirar por la ventana.