miércoles, 16 de abril de 2014

Enredarse con lo Inalámbrico

Se levantaba todas las mañanas sabiendo que su día iba a ser una aventura impredecible. No por su trabajo en la fábrica de cartón, ni por su esposa, Elba, que atendía una librería a unas cuadras de casa, sino por su superpoder. No, no volaba, ni se teletransportaba, ni hablaba con animales, ni era súper inteligente. Su superpoder era palpar los datos que flotaban en el espacio, desde descargas que los vecinos hacían por WiFi, hasta ondas de la televisión satelital.

Entonces, era común que saltara por su ventana del noveno piso y cayera sobre un mp3 que lo llevara a planta baja, o que se tropezara con el noticiero de las doce cuando iba a comer. Una vez, mientras corría, casí le saca un ojo la discografía completa de Led Zeppelin que venía de frente, que un chico en la plaza estaba descargando con su tablet.

Entre tanta información que volaba a su alrededor, una vez se quedó atónito. Escuchó voces, se sintió atraído, pero no atraído para irse siguiéndolas, sino para quedarse inmóvil para no perderlas.

Se tropezó un poco, pero logró, después de un rato de probar posiciones en el lugar, volver a captarlas. Era una radio zonal, independiente, que le llamó mucho la atención. Ese día se quedó inmóvil dos horas, escuchando, mientras la gente que pasaba lo miraba extrañada. Una casualidad, como suele pasar, hizo que el viento le robara su sombrero -porque no dijimos que este era un hombre que vestía con estilo- y lo tirara al piso, a sus pies. Quieto, miraba con sus ojos para abajo sin mover la cabeza, al sombrero, como gritándole que vuelva, pero obviamente los sombreros no interpretan el significado de nuestras palabras, y nosotros no conocemos su idioma, así que ni se inmutó.

Al rato, una señora algo mayor que pasaba dejó una moneda dentro del sombrero del hombre, lo miró y sonrió. Ese mismo día, el hombre renunció a su trabajo y todos los días volvió a esa misma esquina, a la misma posición para poder escuchar esa misma radio que tanto le había gustado, con el sombrero -que seguía sin hablar castellano- a sus pies, donde trabaja actualmente como estatua viviente, disfrutando siempre de la compañía de su radio preferida, que le hizo olvidar todas las películas pesadas que le caían encima mientras esperaba el colectivo a la mañana, todas las novelas de la tarde que le hacían cosquillas en los pies, y todos los remixes de temas de Madonna que le taladraban los oídos.

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Dedicado a la gente de La Fribuay