viernes, 24 de enero de 2014

Harapos

Un hombre harapiento, seguido por un olor nauseabundo y varias moscas alrededor, entra a un lujoso restaurante cerca del puerto, una elegante zona iluminada donde los más snob se acercan para comer o tomar un té con magdalenas o croissants.
- Mesa para uno, por favor - dijo el hombre, ante los ojos horrorizados del mozo que lo miraba casi a punto de echarle encima una lata de insecticida o de prender un espiral.
- Disculpe señor, este es un espacio de alto nivel donde no podemos admitir personas con su... vestimenta. -
- Bueno, no hay problema - comentó el hombre de muy buen humor - no pensé que mi ropa iba a ser un problema, pero igualmente tenga este billete de cien por las molestias.-

De su bolsillo harapiento, sacó un billete de cien y se lo colocó al mozo en el bolsillo de su impecable camisa blanca, quien en seguida revisó que fuera real. Lo era. Cuando subió la vista, el hombre estaba casi en la puerta de salida. El mozo, sorprendido, lo interceptó y le pidió disculpas por el "mal entendido", y me informó que se había desocupado una mesa recientemente, mientras repetía que todo había sido una confusión y que no dudó jamás de su categoría.

El mozo explicó la situación a sus compañeros, alegando que se trataba de uno de esos millonarios excéntricos que gustan probar los zapatos de los pobres. Todos lo trataron con mucho respeto y cordialidad, como a cualquier otro cliente de ese lujoso restaurante, aguantando incluso el mal olor que emanaba el extraño comensal.

Luego de devorar la entrada, levantó su mano llamando al mozo y pidió un abundante y exótico plato principal, que ocupaba toda la mesa, junto con una botella de vino, esta vez blanco.

Terminada la comida y el postre y ante la mirada aún sorprendida del personal, el hombre retira la servilleta de sus rodillas, bebe lo último de su copa y camina lentamente hacia la salida. El mozo lo detiene y le extiende un papel con una cifra de cuatro dígitos, el hombre lo toma, ríe y le dice:
- ¡No se moleste! Yo sólo tenía cien pesos que había encontrado, ¡pero gracias por todo!.

Y se llevó sus moscas fuera del lujoso restaurante.

jueves, 16 de enero de 2014

Epidemia

Doctor, tengo un grave problema. Resulta que anteayer iba caminando por la plaza, la que está cerca de la iglesia y eran casi las tres de la tarde, porque recuerdo las tres campanadas. La cosa es que yo volvía del almacén, de comprar jugos de naranja en polvo que tanto gustan a mi esposa, cuando me topé con el carnicero que estaba en la puerta de su negocio descargando unas medias reses, cuando nos pusimos a charlar y me contó que andaba medio mal y que no pudo dormir en toda la noche.

Acto seguido, suspiró y se estiró, largando al aire un bostezo que instantáneamente se me contagió. Pensé que iba a ser algo inofensivo, pero caminando de vuelta a casa me encontré a doña Emilce, y le conté lo que acaba de ocurrir, mientras se me vino a la cara un bostezo, y ella también bostezó, contagiada.

Llegué a casa y a la hora de dormir, acostado con los ojos abiertos, no pude dejar de pensar en bocanadas de aire profundo, cálido, entrando y saliendo de mí como fuego, como agua hirviendo, como un río de sal. De ahí el sofocamiento, calores, transpiración. La almohada dejó de ser cómoda, me movía. Hacía frío, calor, frío, más frío y mucho calor. Los ojos, rojos, se llenaron de arena. No podía cerrarlos o dejarlos abiertos. En las ojeras se acumulaba el sudor y caía por mis mejillas peor que lágrimas.

¡Vi el amanecer! Me levanté, bostezaba todo el tiempo. Maldije muchas veces, me senté, paré y caminé por toda la casa. El canto finito de los primeros pájaros era insoportable. Tomé un té de tilo para relajarme y no paraba de bostezar.

Mis pulmones se expandían y contraían más que un fuelle y yo, en el limbo de no saber qué hacer. Por eso, apenas fueron las nueve, nueve y cuarto, me vestí y vine a consultarlo.

Lo peor de todo es que cuando salía de casa, pasó por la vereda doña Emilce con una cara horrible, y me contó que ella tampoco pudo dormir y estaba dele bostezar.

Y PEOR que eso, mientras venía a paso ligero creo haber contagiado a tres personas más. ¡Una de ellas era una niña que jugaba en la plaza! ¡Soy un monstruo, doctor! ¿Qué debo hacer?

- Cálmese, creo que usted necesita relajarse - afirmó calmado el doctor, completo de seguridad y un tanto inquieto por la extraña consulta por un simple bostezo. - Esta noche vea algo de televisión y luego concéntrese en dormir.

El paciente dio un gran bostezo, apretó la mano del médico y se fue. Al cerrar la puerta el médico abrió sus fauces tomando mucho aire, dando lugar a un bostezo propio. Acto seguido, continuó atendiendo a los demás pacientes que esperaban en la pequeña recepción.

Dos días más tarde, la secretaria deja una carta del paciente en el escritorio del médico, que llegó tarde ese día. Al abrirlo, con el ambo arrugado, las manos temblorosas y la respiración agitada, se quitó los anteojos para leer mejor, descubriendo dos ojos rojos que leían: "¡Gracias doctor! Espero no verlo nunca más."

El médico dejó la carta sobre el escritorio, llevó la mano a boca para cubrir un gran bostezo que duró unos segundos y, con el pulso temblando y las ojeras negras, pidió a la secretaria que le envíe al primer paciente del día.

domingo, 5 de enero de 2014

Acá no hay un precipicio

En un pueblo tranquilo bastante lejos de cualquier ciudad de calles atolondradas y gente a las corridas, una noche, algún bromista, quizás un adolescente para impresionar a sus amigos, quizás alguien lleno de maldad o simplemente una persona aburrida, clavó un cartel justo antes del puente caído, que durante los primeros años de fundación del pueblo conectaba el lado norte y sur del mismo, hasta que por un fuerte vendaval, varios años más tarde, cayó y fue reemplazado por un puente más moderno, de hierro largos bulones rojos que, inmóviles, daban más seguridad que aquel pequeño y rústico puente de madera agusanada.

La cosa es que, durante la mencionada mañana y para sorpresa de todos, apareció el cartel justo un metro antes del peligroso risco que antes era sobrevolado por maderas que decía "acá no hay un precipicio".

La gente comenzó a divagar y a susurrar cada vez más fuerte, y cada uno exponía su argumento de forma más violenta y enérgica que el anterior. "¡Pero claramente vemos que hay un precipicio!" decía una mujer agitando su brazo. "¿Entonces el cartel está mintiendo?" decía otro en respuesta, dudando con su mano en el mentón. El pueblo entero se juntó donde el cartel para poder disolver el enigma.

"Lo único claro acá es que el cartel es de verdad" dijo el carpintero tocando la madera, asegurando con su experiencia. Un viejo hombre para demostrar que el cartel no tenía razón, en medio de una cálida discusión con otro vecino, saltó por el acantilado para demostrar su punto. Cayó violentamente hasta que reventó contra las rocas del fondo, unos treinta metros más abajo.

Todos se miraron. Hubo un silencio de algunos segundos. Un hombre grande lo rompió "pero el cartel dice que no hay un precipicio...", gritos, discusión, todo de nuevo.

Entonces, se organizaron y dividieron armando dos grupos: Quienes creían al cartel, y quienes no creían al cartel. Cada uno, organizadamente, fue exponiendo sus argumentos a la escucha de los demás, algunos asintiendo y otros negando y maldiciendo.

En medio de todo el alboroto, una niña pequeña se acercó al cartel y lo leyó dificultosamente con su aguda voz: "Acá no hay un precipicio", y comentó a repetir la frase mientras caminaba hacia adelante. "Acá no hay un precipicio, acá no hay un precipicio, Acá no hay un precipicio". De golpe, todos dejaron de discutir y se fueron dando vuelta de a poco para ver a la niña, que caminaba sobre el aire mientras repetía "Acá no hay un precipicio".

La infante, con sus diminutos brazos extendidos hacia los lados repetía "Acá no hay un precipicio" mientras caminaba simpáticamente por el aire.

Una señora, aterrada, rompió el silencio con un grito de advertencia para la niña, que miró hacia atrás. Luego, miró hacia abajo y se quedó helada. Un segundo después, la fueza de gravedad la abdujo, y la pequeña cayó hasta el fondo, decorando algunas piedras con partes de tu cuerpo, desparramadas por ahí.

Al día siguiente, llamaron miles de camiones con escombros y tierra y rellenaron todo el hueco.

Curiosamente, al despertar, los ciudadanos de ese pequeño pueblo despertaron y advirtieron otro cartel en el mismo lugar del anterior, que decía "Acá no hubo un precipicio".

Por las dudas, nadie caminó jamás sobre la recién colocada tierra de relleno.