miércoles, 17 de septiembre de 2014

Dragón

Y un día, caminando por un bosque a unos cinco minutos del pueblo donde vivía, encontró un Dragón, pequeño, pero un Dragón, quien se mostró bastante simpático hacia su persona. Largaba una pequeña columna de humo de su boca casi constantemente, y no medía más que un perro mediano.

Lo llevó disimuladamente a su casa, y lo encerró en su habitación. Empezó a probar qué le gustaría comer, y sacó varias frutas, carnes y otros productos de su despensa y se encerró con él en la pieza.

Al ofrecerle cada uno de los alimentos, el Dragón parecía no demostrar interés por ninguno, sacándolos de su vista con el hocico, o tirándolos abajo de la mesa.

Pasaron los días y el hombre no sabía qué hacer. El Dragón no comía nada y no había comido desde que llegó a la casa. De todos modos, se mostraba feliz, juguetón y curioso acerca de las cosas de la casa, los huecos, y le gustaba trepar y volar por los marcos de las puertas, de una habitación a la otra.

Sin saber qué hacer, el hombre fue a una biblioteca a buscar información para poder alimentar a su Dragón.

Encontró libros y libros enteros dedicados a estos animales, pero se sorprendió al leer que todos definían al Dragón como un animal mitológico, fantasioso e imaginario. Habló con la bibliotecaria, quien le dijo que los libros estaban en lo cierto, que los dragones no existían, y él, furioso, salió corriendo del lugar.

Consultó en el zoológico, donde le respondieron exactamente lo mismo, y hasta se rieron de él en un primer momento. Totalmete indignado, fue a preguntar a muchas personas, pero quedó confundido al recibir de todas la misma respuesta: Que los dragones no existen.

Revisó de nuevo los libros, entrevistó a más y más gente y volvió a consultar los libros y nadie le daba la razón.

Fue entonces cuando se enderezó y, decidido, fue a su casa a buscar al animal. Llegó, se sacó el suéter, que puso en una silla, y fue a la habitación. Encontró al Dragón durmiendo sobre una almohada, se sentó a su lado y comenzó a acariciarlo. El animal se despertó y se acomodó a su lado.

El hombre le acarició el lomo, subiendo con su mano, y al llegar al cuello comenzó a apretar un poco mientras salía humo constantemente de su boca, hasta que con sus dos manos, lo ahorcó. Enterró el cadáver cerca del bosque donde lo había descubierto, y jamás volvió a hablar de dragones en lo que le restaba de vida.