sábado, 31 de marzo de 2012

Cíclico

De repente, rompió las rejas y corrió, corrió hasta perderse en la distancia.

Sus oídos se taparon, su visión se nubló, su garganta se hizo un nudo y en seguida empezó a vomitar. Tuvo que arrodillarse por el dolor de estómago, y trataba de taparse la nariz para no sentir. Una puntada atravesó su cabeza. Dos, tres, cuatro. Se golpeaba contra un árbol para olvidarse.

Se incorporó, pudo correr. Tropezó y su nariz se hundió en el barro. Sus manos se mezclaban con las raíces secas de ciertos arbustos de la zona. Su espalda se llenó de hojas. Su pecho, de espinas. Mantuvo la calma, se paró y siguió corriendo.

De golpe, una grieta en el suelo lo obliga a dar un salto que no pudo llegar. Cae por un risco, es el final. Sus manos alcanzan una saliente. Queda suspendido en medio de la nada, y su respiración se acelera. El corazón, a punto de explotar. Logra subir con un rayo de fuerza.

Ya no puede correr, más bien, se arrastra, renguea, camina tortuosamente. Sus piernas tiemblan. Ceden.

Desde el suelo, exhausto, solo puede cerrar los ojos.

Al abrirlos, de nuevo las rejas en primer plano, dejando pasar el amanecer por sus barrotes.