viernes, 22 de marzo de 2013

El Lugar Feliz (Parte III)


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No supe cuánto tiempo estuve allí. Quizás fueron dos horas, quizás diez días. No sabía qué pasaba afuera. Hasta las voces de mi cabeza hacían eco en la oscuridad de tan pequeña habitación. Un leve olor a humedad se desprendía de las paredes. A veces, buscaba con mis manos para encontrar huecos, texturas, tocaba la puerta, jugaba con las betas de la madera que podía sentir. Trataba de imaginar cosas para que el tiempo pase, y esperaba que la puerta se abra lo antes posible.

A veces, de tanto pensar me quedaba dormido y me despertaba sin tener noción incluso de mi posición. Por momentos, dudaba si estaba de espaldas, de cabeza, de frente o de costado. Sólo me orientaba porque sabía que la puerta estaba en lo que yo imaginaba como el frente. Mi único pasatiempo, aparte de pensar cada vez más en mi objetivo de escapar de ese lugar, era contar. Contaba para no perder la cordura. A veces en voz alta, a veces susurrando y a veces, cuando no tenía muchas energías, mentalmente, pero siempre me perdía y debía empezar de cero.

Mis ojos se cerraban despacio por el cansancio, cuando oí un golpe en la puerta, como si alguien, del otro lado, posara firmemente su mano en el picaporte. Ruido de metal chocando entre sí, y el sonido de una llave acertando en su hendidura, para luego dar dos giros. La puerta permaneció inmóvil por unos segundos, hasta que se abrió apenas un poco. Me quedé esperando a que algo más suceda, pero nada cambió. Sorprendido, seguí la pequeña cortina de luz que se filtraba por la puerta entornada, y la abrí. La luz del sol me resultó insoportable, así que retrocedí, y fui adaptándome de a poco al brillo, recuperando de a poco mi visión. Al hacerlo, descubrí vidrios en el piso, una de las ventanas que daba al patio estaba rota. Seguí por el pasillo lentamente, no había nadie. Un florero caído de su estante desparramaba tierra por el piso encerado del corredor. Una de las paredes se veía repleta de dibujos de crayón, mientras que en el piso, algunos envoltorios de alfajores se mecían con la brisa que corría.

Caminé midiendo cada paso por el largo pasillo, hasta dar con la puerta de salida. Miré a ambos lados y traté de abrirla. Cerrada, como siempre lo estuvo. Miré nuevamente para saber si alguien podía oírme, y empecé a forcejear la puerta. Parecía imposible. Y lo fue. Desistí y volví por el pasillo, sobre mis pasos, para dar con el otro pasillo, que conectaba con la cocina. La luz que entraba por esa puerta era más brillante, porque el ventanal capturaba todo el sol, así que desde lejos podía verla. Me acerqué, y escuché voces. Al asomarme, pude ver a todos los niños del orfanato sentados sobre sus rodillas, cabizbajos. Era extraño que todos estén ahí.  A su lado, dos de los cuidadores los vigilaban, inmóviles.

Por la puerta del otro lado de la cocina, entró otro cuidador que llevaba a Sergio del brazo.
-Acá está -dijo el cuidador a los otros dos.

-Al fin, el creador de todo esto. -gritó otro en voz alta para que todos lo oigan.
-¿Así que vos fuiste el que empezó todo? - Dijo uno de los cuidadores, acercándose a Sergio.
- ¡Yo no fui! - dijo Sergio mientras se movía tratando de despegarse de la mano que lo retenía.
En ese instante, una llave cayó del bolsillo de Sergio al piso. Un cuidador la levantó y se la mostró a los demás.
-¡La llave del cuarto ciego! - dijo uno, y comenzó a caminar hacia la puerta desde donde yo miraba todo.
Me hice para atrás rápidamente y empecé a gatear para evitar que me vean. En seguida una mano vino de mis espaldas y se posó sobre mi hombro. Al darme vuelta, era otro de los cuidadores, que me agarró violentamente del brazo y me llevó a la cocina.
-¡Traje al otro! - gritó. Los otros asintieron.

Me empujaron al lado de Sergio, nos miramos y sonreímos, y quedamos de frente a los demás chicos. Algunos tenían cara de preocupación, otros, de miedo. Todos buscaban ojos cómplices en los demás, algunos se rechazaban, otros se encontraban. Se olía una confusión. Empecé a marearme, sintiendo un fuego en mi interior. Recordaba todo, desde mis primeras imágenes en el orfanato cuando era apenas un niño de 4 años, hasta las últimas, donde me encerraron en un cuarto totalmente a oscuras. Todo parecía tan bueno, tan real. Así que di un salto sobre una de las mesas, y frente a todos, empecé a gritar.

-¿No ven que somos muchos? ¡Podemos irnos ahora mismo si queremos!
Todos, incluyendo los cuidadores, abrieron los ojos sorprendidos. Y continué.
-Siempre vivimos felices, nunca nos faltó nada, pero vivimos encerrados. ¿Cómo somos libres entonces? ¡Vamos a salir de acá!

Todos los chicos se levantaron y empezaron a correr por la sala, mientras los cuidadores los perseguían, tratando de agarrar a alguno de un manotazo al aire. Dos se abalanzaron sobre mí, pero pude esquivarlos y correr fuera de la cocina. Me siguieron por el pasillo a toda velocidad, yo iba tirando cosas al pasar para tratar de detenerlos, pero era inútil, sabía que no había lugar donde correr, que todo estaba cerrado y no podría ir a ningún lado. Llegamos al final del pasillo, justo frente a la puerta de salida. Empecé a tironear del picaporte, pero fue en vano, mientras veía de reojo a los cuidadores acercándose furiosos. Seguí forcejeando sin éxito, hasta que los cuidadores estaban cerca. Uno, se dirigió a mí:
-No sé por qué tanta manía con irte, ¡si acá les damos todo!
-Todo no. No me dieron la posibilidad de elegir.

Uno de los cuidadores se abalanzó sobre mí, pero pude escabullirme por entre sus piernas, y corrí de nuevo por el pasillo, en dirección opuesta. No me quedó más remedio que volver a entrar a la cocina, puesto que más adelante estaban los demás cuidadores persiguiendo a los otros chicos. Fui directamente hacia la puerta opuesta por la que había entrado, pero también estaba cerrada. Dos cuidadores entraron y cerraron a su espalda la puerta con llave. Uno tenía una bolsa de arpillera y el otro una soga. Trataron de reducirme, y de ponerme la bolsa en la cabeza, pero pude saltar por entre ellos con mis últimas fuerzas. Estaba agotado. Toda la debilidad acumulada en la oscuridad, más las recientes corridas me habían dejado unos cuantos raspones que ya empezaban a arder, la frente transpirada y las rodillas temblando.  Eso, sin contar los nervios y el dolor en la cabeza y en la boca del estómago. Quedé de frente al ventanal, de espaldas a la mesa, y de costado a los cuidadores que venían hacia mi. De un pequeño empujón, me subí a la mesa, era mi oportunidad, la última chance de salir. Tomé carrera tirando unos platos al piso y avancé. Al llegar
al borde de la mesa, salté con las fuerzas que me quedaban.

Pude sentir el aire rozando mis orejas, enfriando un poco más el sudor en mi cara, refrescando los raspones, y el impacto contra el vidrio. El gran ventanal voló en mil pedazos. Sentía cómo los vidrios rozaban mi piel, algunos superficialmente, otros se enhebraban y enterraban en mis músculos, mientras otros simplemente caían. Y también lo hice yo. Caí al piso, pero no al piso de la cocina. Era el pasto del jardín, aquel que siempre me habían prohibido pisar. Al que nunca me dejaron ir. Ahí estaba, tumbado en él, mezclándolo con mi sangre. Apoyé la cabeza de costado en la tierra. No tenía más fuerzas. La luz era intensa. Sentí primero un dolor muy fuerte en todo el cuerpo, miles de agujas picándome los brazos, las piernas. Las articulaciones dolían, la cabeza pesaba diez veces más. De a poco, en un degradé, todos los dolores se juntaron y se transformaron en calor. Sentía mi cuerpo volverse tibio, mientras mis ojos seguían mirando a la calle. Mis ojos, entre encandilados y cansados, comenzaron a ver cómo un auto se detenía en la vereda. La visión se fue haciendo un poco más borrosa, ya no distinguía formas concretas. El sonido se volvía grave y confuso. Mientras se cerraban lentamente, mis ojos pudieron distinguir dos siluetas que se bajaban del auto y se dirigían a la puerta del orfanato, parecían no haberme visto. Y finalmente, la oscuridad de nuevo.

Me quedé con esa última sensación tibia, con el dolor intenso que se transforma en calor, y con una sonrisa de haber por fin logrado traspasar los muros de aquel lugar que se suponía debía darme todo, pero no pudo con lo más simple.

Y así, otra vez en la oscuridad, me sentía victorioso.

Había llegado a mi lugar feliz.

3 comentarios:

José A. García dijo...

Esos lugares felices son cada vez más difíciles de encontrar. Como si la paz y la tranquilidad estén en retirada...

Saludos

J.

Bellis dijo...

Me recuerda un poco al último capítulo de una temporada de chiquititas en la cual los pibes se escapaban de un orfanato que parecía una cárcel. Obviamente esta versión es mucho más seria y poética.

Al final el personaje de Sergio tuvo su reivindicación!

Saludos!

Bellis

Unknown dijo...

Jose: Ya no hay paz ni tranquilidad. Estamos muy acelerados!

Bellis: Chiquititas era re crudo y triste! Peor que la muerte de la mamá de Bambi.